jueves, agosto 06, 2015

“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”(San Lucas, XI, 28)


Pero, me diréis, ¿qué debe sacarse para provecho de la palabra de Dios, a fin de que ella nos ayude a convertimos?

Mirad lo que conviene hacer: no tenéis más que observar la conducta de aquella muchedumbre que iba a escuchar Jesucristo; aquella muchedumbre acudía desde muy lejos, con un sincero deseo de poner en práctica todo cuanto Jesucristo le mandase; abandonaban aquellas gentes todas las cosas temporales, ya no pensaban en las necesidades del cuerpo, muy persuadidos de que Aquel que iba a alimentar su alma, no abandonaría tampoco su cuerpo; estaban mucho más impacientes por los bienes del cielo que por los de la tierra; lo olvidaban todo para no pensar más que en practicar lo que Jesucristo les decía.




Miradles escuchando a Jesucristo o a los apóstoles: sus ojos y sus corazones están como absorbidos por la palabra del Maestro; las mujeres no piensan en sus ocupaciones domésticas; el mercader pierde de vista su comercio; el labrador olvida sus tierras; las jóvenes buscan debajo de sus pies sus adornos elegantes; todos escuchan con gran avidez y hacen cuanto les es posible para grabar bien aquellas palabras en su corazón.
Los hombres más sensuales aborrecen sus infames placeres para no pensar más que en mortificar su cuerpo; la santa palabra de Dios es su única ocupación; en ella piensan, sobre ella meditan, se complacen en hablar y en oír hablar de ella.

Pues bien, mirad si en las ocasiones que escucháis la palabra de Dios, estáis adornados de las mismas disposiciones con que aquella gente la recibía. ¿Vais a escuchar esta santa palabra con diligencia, con alegría, con verdadero deseo de aprovecharos? Mientras estáis aquí, ¿dejáis en olvido todos vuestros negocios temporales, para no pensar más que en las necesidades de vuestra alma? Antes de oír esta palabra santa, ¿habéis pedido a Dios la gracia de comprenderla bien, y de grabarla indeleblemente en vuestros corazones?
¿Habéis estado siempre dispuestos a practicar todo lo que ella os ordene?
¿La habéis oído con atención, con respeto, no como la palabra de un hombre, sino como la palabra del mismo Dios?
Después de la plática, ¿habéis agradecido a Dios la gracia que os hizo de instruiros Él mismo por boca de sus ministros?
¡Ay, Dios mío! siendo tan pocos los que acuden con tales disposiciones, no nos extrañemos de que esta palabra produzca tan escaso fruto.

¡Ay! ¡Cuántos hay aquí que están con pena y fastidio! ¡Cuántos que duermen, que bostezan! ¡Cuántos que hojearán un libro, que conversarán!
Y aún se verán otros que llevan más lejos su impiedad, los cuales, por una especie de despre­cio, salen fuera desdeñando la palabra santa y' al que la predica. ¡Cuántos otros que encuentran que el tiempo les pasó con mucha lentitud y se proponen no volver, y, por fin, otros que, al vol­verse a sus casas, lejos de conversar sobre lo que oyeron y de meditarlo bien, lo olvidan por completo, y lo traen a colación sólo para quejarse de su excesiva duración, o para criticar al que tuvo la caridad de predicarles!
¿Dónde están los que, al llegar a sus casas, hacen participantes de lo que oyeron, a los que no han podido asistir? ¿Dónde, los padres y las madres que cuiden de preguntar a sus hijos qué pun­tos del sermón han retenido, y los ilustren acerca de lo que no comprendieron?

Pero, ¡ay! la palabra de Dios es tenida tan en poco, que casi nadie se acusa de haberla oído sin atención.
¡Ay! ¡Cuántos pecados de que jamás se acusan los cristianos! ¡Cuántos cristianos condenados; Dios mío! Quién habrá que diga para sí:
“Cuán hermosas, cuán verdaderas san estas palabras. Bien veo cómo, después de tantos años de oírlas, habiéndoseme mostrado en ellas el estado de mi alma, y hecho casi tocar con el dedo que, si la muerte me sorprendiese, estaría irremisiblemente perdido, sin embargo per manezco continuamente en pecado.
“¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas gracias despreciadas, de cuántos medios de salvación he abusado hasta el presente! Mas esto se acabó, voy a cambiar al momento de conducta, he de pedir a Dios la gracia de no oír jamás esta palabra sagrada sin estar bien dispuesto para recibirla. No, no pensaré jamás, coma lo hice hasta el presente, que lo que se predica es para tal o cual persona; no, diré y pensaré que se predica para mí, y al mismo tiempo procuraré hacer todo lo posible para aprovecharme de tan saludables avisos”.

¿Qué sacaremos de todo lo dicho? Vedlo aquí: que la palabra divina es uno de los más grandes dones que Dios haya podido hacemos, ya que, sin la adecuada instrucción, es imposible salvarnos.
Y que si, en los desgraciados tiempos en que vivimos, vemos tantos impíos, es porque son tantos los que ignoran la religión, toda vez que es imposible que una persona que la conozca bien, no la ame, ni practique lo que ella nos manda.

Cuando os encontréis con algún impío que desprecie la religión, podéis muy bien afirmar: “He aquí un ignorante que desprecia lo que no conoce” , ya que a tantos pecadores ha conver­tido esta divina palabra.

Procuremos oírla siempre con tanto mayor placer cuanto a ella está ligada la salvación de nuestra alma, y por ella venimos a conocer cuán feliz sea nuestro destino, cuán bueno es Dios y cuán grande será la recompensa que nos promete, pues durará por toda una eternidad.
Ésta es la dicha que os deseo.


SAN JUAN MARÍA VIANNEY (Cura de Ars)

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