Cada año la Iglesia celebra la Solemnidad de la Anunciación. Un día como hoy la historia de la humanidad cambió cuando María dio su “Sí” valiente a Dios, concibiendo desde aquel momento a Jesús y convirtiéndose en protectora del Niño que un día nacería y salvaría con amor al mundo.
“‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible’. María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel” (Lc. 1, 35 - 38).
La Solemnidad de la Anunciación se celebra nueve meses antes de la Navidad. Si se analiza la historia, María “no la tuvo fácil”. Ella estaba comprometida con José y ciertamente esta decisión de concebir al Hijo de Dios trajo inestabilidad.
Tanto así que el justo José decidió repudiarla en secreto para que los dos no tuvieran muchos problemas. María, además, era joven y pobre, pero confiaba en la Providencia de Dios.
Por lo tanto el Señor interviene y el ángel en sueños le habla a José, quien acepta el plan de Dios, obteniendo así el privilegio de ser padre de Jesús en la tierra y de formar la Sagrada Familia con María.
En el Evangelio de hoy (Lc. 1, 26-38) se aprecia el diálogo del mensajero de Dios con la Virgen. No fue una imposición sino una propuesta a la que María pudo haber dicho no. Pero la “bendita entre las mujeres” aceptó y se produjo el milagro de Encarnación del Hijo de Dios.
Desde aquel momento María tuvo en su vientre a Jesús, no a los tres meses o cuando el embrión tenía forma humana, sino desde el momento de la concepción. He aquí una razón más por la que la Iglesia defiende al bebé desde el primer instante de su vida.
La fiesta de hoy nos recuerda el acontecimiento más grande de la historia: la Encarnación del Señor en el seno purísimo de una Virgen. En este día, el Verbo se hizo Carne, y se unió para siempre a la humanidad de Jesús.
El misterio de la Encarnación merece a María su título más hermoso, el de Madre de Dios, en griego Teotokos, nombre que la Iglesia oriental escribía siempre con letras de oro, a manera de preciosa diadema en la frente de sus imágenes pintadas y de sus estatuas.
"Colocada en los confines de la Divinidad", pues suministró al Verbo de Dios la carne a que hipostáticamente se unía, la Virgen fue honrada siempre con culto supereminente llamado de "hiperdulía": el Hijo del Padre y el Hijo de la Virgen se convierten naturalmente en un solo y mismo Hijo, dice San Anselmo; y siendo desde entonces María la reina del linaje humano, todos deben venerarla.
"Al saludar a la misma Virgen Santísima «llena de gracia» (Lc 1, 18) y «bendita entre todas las mujeres» (ibíd. 42) con esas palabras, tal como la tradición católica siempre las ha entendido, se indica que «con este singular y solemne saludo, nunca jamás oído, se demuestra que la Madre de Dios fue la sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo, y más aún, tesoro casi infinito y abismo inagotable de esos mismos dones, de tal modo que nunca ha sido sometida a la maldición».
Pío XII, Encíclica Fulgens corona, 8 de septiembre de 1953.
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